Pínchame otra vez, Sam

pínchame otra vez sam
Foto: Shadowkill (Freeimages)

Clac!! Seguro que me podéis decir a qué corresponde esa onomatopeya. Sí, exacto. Al odioso ruido que hace el pinchador cuando se lanza contra nuestro maltrecho dedo para agujerearlo como si de una perforación petrolífera se tratara. Clac… clac… clac… clac… y así muchas veces cada día. Los siete días de la semana. Los 365 días del año. Y uno, que ya no sabe qué dedo poner para la sangría, se enfada mucho, pero mucho mucho, cuando tras el clac no brota el petróleo de la diabetes; la necesaria gotita. Cierto es que antaño eran auténticas cantidades industriales de sangre las que nos pedían aquellas tiras sedientas como un vampiro que despierta de su letargo tras años dormido en su ataúd. Con los años, la «gota» pasó a ser «gotita», y nuestros dedos lo agradecieron. Pero de vez en cuando, por alguna extraña razón, no hay petróleo en el pozo. Y es -al menos para mi- una de las cosas que más rabia me da en el día a día de la diabetes. Pocas cosas me cabrean más que tener que pincharme de nuevo. Y a veces no dos, sino tres y hasta cuatro veces. Por alguna razón, hay días que estoy más seco que el Valle de la Muerte de EEUU. Ni pizca de mi líquido vital. ¿Me habré muerto? pienso para mi mientras busco apresuradamente a alguien en mi entorno a quien poder preguntar algo. Si me contesta, estoy vivo. Pero si no me contesta y me ignora, es que me he ido al otro barrio; a ese en el que ya no tengo diabetes.

¿No hay alternativas para semejante aparato del demonio?

¿Y no podríamos tener una especie de espita como los toneles de vino y cada vez que necesitemos una gota, abrirla para sacar la muestra del análisis? Más de una vez lo he pensado. ¿Para qué abrir cada día unos 7 u 8 agujeros en mis preciosos y finos dedos de pianista frustrado cuando bastaría uno permanentemente abierto? Sí, quizá fuera un poco incómodo ir por la calle con eso en el dedo. Me imagino en la panadería… «¿Quién va ahora? A ver, tú, el del grifo en el dedo. ¿Qué quieres?». Y tú, molesto por esa impertinencia, piensas «¿Pero qué se ha creído esta señora? ahora mismo le digo algo y… UNA CHAPATA, POR FAVOR!», terminas diciendo con una voz aflautada y mirando hacia abajo, totalmente avergonzado por ese nuevo y maravilloso dispositivo que llevas en tu dedo, que te ha costado una pasta y que te permite no tener que ir pinchándote continuamente.

[Tweet «No puedo creer que en el siglo XXI no haya algo más evolucionado que un pinchador #diabetes»]

Sí. Quizá haya ideas mejores. Pero parece mentira que a estas alturas de la modernidad, no hayan inventado nada que nos evite pincharnos. Porque si de algo estamos hartos, es de pincharnos. No contentos con tener que hacerlo para poner la maldita insulina (Dios no previó que podríamos necesitarla de manera exógena y en un claro fallo de diseño, podría haber hecho que fuera asimilable por vía oral), encima tenemos que pincharnos también en el dedo. Y no siempre con éxito. Clac… clac… clac… Y cuando harto tras tres pinchazos, ves que allí no sale nada, y tras haber hecho la comprobación de rigor de que no estás muerto, decides tu siguiente acción. ¿Será la aguja? mmmh… puede que sí. Eso de no cambiarla más que cuando pasa el cometa Halley no es buena idea. Puede que sea necesario cambiarla. Pero no siempre esa es la razón. A veces es porque, sencillamente, estás seco. Quizá hayas estado pensando mucho y tienes toda tu sangre en la cabeza. O quizá la piel de tus dedos se ha hecho tan dura tras miles de pinchazos, que cada día necesitas un poquito más de fuerza en la punción para conseguir la ansiada gotita.

Así que entiendo perfectamente el revuelo que levanta cualquier tipo de dispositivo de medición que no requiera de pinchazos. Estamos tan sumamente hartos que deseamos esos dispositivos más que cualquier otra cosa. De hecho, si tuviera que elegir ahora mismo entre pasar una noche con mi diosa Charlize Theron o que me regalaran un medidor continuo de última generación fiable y perfecto acompañado de sensores de por vida, me inclinaría sin dudarlo por la segunda opción. Y yo, feliz por la sabia elección, como caballero que soy, invitaría a un baile a la Theron mientras le digo al pianista por última vez: «Pínchame otra vez, Sam».