Confesiones de Navidad

La Navidad acaba de terminar aunque nadie lo diría, porque es difícil ver ya un resto de espumillón o bolas en algún comercio. Es curioso que cada año se adelanta un poco más la pre navidad y no llama la atención, pero el día después de Reyes es como si te sintieras ridículo o te fueran a señalar con el dedo y llamar idiota por tener aún la decoración navideña. ¿Quizá es porque hemos acabado hartos? Puede. Pero ese no es el tema de hoy, sino mi relato de lo que aconteció un día de esta semana, recién pasado ese período navideño. Caminando por el centro de Bilbao mientras hago unas gestiones, advierto delante mío una iglesia. Una de las clásicas de la ciudad. De esas con solera, en las que dentro huele a una mezcla de rancio, madera vieja, humedad, incienso y persona mayor, que son quienes por cierto las pueblan normalmente entre semana. Pero allí estoy yo, que en pleno impulso no sé muy bien porqué, me animo a entrar con paso firme. Atravieso la gran puerta principal que da acceso a sagrado desde el final de la nave y me dirijo decidido a los confesionarios, esas pequeñas y coquetas cabinitas que siempre me han atraído desde niño. Entonces soñaba con poder estar dentro de ellas y quedarme allí durante horas, jugando, leyendo algún tebeo tranquilamente… Adoraba su privacidad, con esa lucecita interior, y quizá hasta un braserillo para los pies. Además de la tranquilidad espiritual que me hubiera dado leer un tebeo en un lugar así. Ese era uno de mis deseos peregrinos de niñez. Algo que lógicamente nunca pude cumplir. Pero volvamos a lo que nos ocupa y a mi inesperada entrada en esa iglesia del centro de Bilbao. Frente a ese confesionario me coloco en posición de penitente y una portezuela se abre en la celosía de marquetería que queda frente a mi cara.

confesionario Lego
Imagen: The Crescat (Pinterest).
  • Hola.
  • ¿Cómo que hola? ¿No sabes qué debes decir cuando vas a confesarte?
  • Pues no me acuerdo, Padre. ¿Buenos días?
  • ¡Santo Cristo! ¡No!
  • Mmmhh… ¿He pecado y quiero confesarme?
  • ¡No! ¡Tampoco! Se dice Ave María Purísima -mientras se santigua varias veces seguidas-. ¡Ave María Purísima! Y yo te contesto «sin pecado concebida». Venga, déjalo. Veamos, ¿qué te trae por aquí, hijo mío? ¿Hace cuánto que no te confiesas?
  • Pasemos a la pregunta uno y obviemos la dos, padre, si no le importa. (Aún a pesar de la celosía, se aprecia al ministro de Dios ligeramente incómodo por mi inexperiencia en este terreno).
  • Emm… está bien. Venga, va. Dime qué te aflije y expía tus pecados ante Dios.
  • Veamos, por dónde empiezo… Bueno, como ya sabrá, las navidades son una época de excesos, padre. Y yo me he excedido.
  • ¿Excedido? ¿Has cometido algún pecado capital, hijo mío? ¿Soberbia con algunos familiares por intentar aparentar? ¿Envidia de otras personas por cuestiones banalmente materiales? ¿Avaricia quizá ante el festival consumista que acompaña a la Pascua?
  • No. Gula, si acaso. Han sido excesos con mi dieta. Yo he sido siempre muy formal, pero las tentaciones de Mefistófeles están siempre muy presentes en forma de diversos y apetitosos dulces diseñados para tentar al humano con el pecado de la gula. Y yo he sucumbido a ese pecado capital. Y no debo hacerlo. Mi diabetes me exige rectitud, pero mantecados, turrones y demás viandas han sido presa de mi descontrolada pasión por el insano dulce, algo que siempre me ha atraído -como a Bender las robopilinguis*- y que sin embargo a los humanos nos atrae también irremediablemente hacia la obesogénesis y por ende, a la diabetes, que yo ya conozco bien porque la sufro en mi «cannnes«.
  • ¿Obesoqué? ¿Cannnes? ¿robopilingui? Pero hijo, vamos a ver… ¿De qué demonios me estás hablando?
  • Pues de eso mismo, padre. Del demonio, que me ha tentado y yo he sucumbido. Una y otra vez. Mis glucemias han sido correctas, pero sólo gracias a la eficaz gestión que la bomba de insulina acompañada de un sensor pueden hacer sobre alimentos complejos como estos. ¡Aunque disponer de unas herramientas como bomba y sensor no deben hacerme caer de este modo en el averno, ¿verdad? ¿No serán quizá estas tecnologías tan eficaces un puente de plata hacia el pecado esporádico? Y si lo son… ¿en qué momento dejaron de ser otrora un pecado esporádico y pasaron a formar parte de nuestra dieta esas transgresiones? ¿Y con qué frecuencia?
  • ¿Insulina? ¿glucemia? Baina ze demontre…? (expresión tradicional en euskera más habitual entre personas de cierta edad que viene a significar algo así como «¿qué demonios…?)
  • Padre… creo que la bomba y el sensor quizá me puedan estar llevando al camino del pecado. Creo que muchas personas con este dispositivo descubren las ventajas de poder controlar mejor ciertos alimentos y se aprovechan de ello, ¿sabe? Y yo, que no había comido prácticamente azúcar más que en hipoglucemias durante casi 3 décadas, ahora veo que de vez en cuando caigo en la tentación. ¡Y quiero confesarme! ¡Me siento poseído! ¡Sáqueme a Lucifer de mis adentros! ¡Lo noto! ¡Se mueve por aquí dentro! ¡Sáquelo! (mientras me rasgo la camisa abriéndomela por el pecho en espectacular escena teatral).
  • Has el favor de salir de aquí a la voz de ya, ¿eh? Sinsorgo pareses, oye… (otra expresión local que debe leerse con acento vasco, porque si no, no tiene ni puñetera gracia).
  • Pero padre ¡yo necesito mejorar! Volver a la rectitud. Decir adiós a los Felipe II (ver mi perfil de Instagram, donde salen cada año puntualmente)… ¡al menos hasta el año que viene! No cronificar mis pecados, sino hacer que sigan siendo extraordinarios. ¡Ayúdeme! ¡Por favor! Resuelva al menos mis dudas sobre si la tecnología y sus mayores posibilidades de control pueden ir asociados a una mayor transgresión! Pero a una transgresión «dulce», por llamarlo de alguna manera ad-hoc, debido a las cifras correctas que se consigue tras ella.
[Tweet «Confesiones de Navidad»]

De repente, la portezuela del confesionario se cierra en un sonoro portazo que retumba aún más por la siempre espectacular acústica de las iglesias, llenas de ecos y reverberaciones… y la conversación termina. Yo sigo allí arrodillado unos instantes más, con mi camisa rasgada fruto de la pasión ya narrada, y segundos después, me levanto cabizbajo hacia la calle, mientras los feligreses me miran con asombro y alguno me señala con el dedo. Noto sus cuchicheos e incluso atisbo a entender alguno de ellos: «mírale. Tan contento con su tecnología y ahora se pregunta si la facilidad con la que permite mejorar el control no puede traer consigo una pérdida de la rectitud en la dieta…». Mientras, otro hombre de aspecto serio y clásica boina bilbaina, musita: «Pobre diablo. Tras treinta y tres años con diabetes, está perdiendo la cabeza. Demasiado internés. Trabajar es lo que tienen que hacer y no estar ahí con esos cacharros y creyéndose un yerai de esos», mientras su compañero asiente con la cabeza. O quizá no asiente, sino que es un Parkinson moderado, pues su mano también tiembla. No lo sé. No lo tengo claro.

Por el camino a casa pienso, como hago siempre cuando voy caminando solo. Pero esta vez más, porque el párroco no ha podido darme una respuesta divina a un problema terrenal. Pienso en la fuerza de voluntad y la fe (a veces exagerada) que ponemos en la tecnología. El factor humano es siempre primordial. Somos nosotros los que controlamos nuestra diabetes, y nadie más. Ni la tecnología, ni el endocrino, ni la insulina, ni la dieta. Todo está en nuestra cabeza y nuestra determinación porque la… De repente, a mi lado un brillante escaparate llama mi atención. ¡Uy, qué pinta tiene ese turrón de nueces!, exclamo casi en voz alta. Pego mis manos y mi nariz al cristal de la tienda y realizo una profunda inspiración. Casi puedo oler el olor desde aquí. Sonrío y prosigo mi camino. En el fondo, sé que la navidad es un período corto y puntual. Ahora toca volver a la realidad y poner los pies en el suelo.

[Tweet «#Navidad y #diabetESP «]

Para acabar este sindios de post nada mejor que la referencia a las robopilinguis, una de las debilidades de Bender, como son para mi ciertos dulces, que en momentos como la Navidad se hace difícil de contener. ¿Quién es Bender? el genial, irrepetible e indescriptible robot de la no menos genial serie de animación Futurama, creada por Matt Groening para la cadena de televisión norteamericana Fox.