Anécdotas de la diabetes II: el miedo escénico

Que nadie sepa nada de mi diabetes

Esta es una frase que muy probablemente casi todos han sentido al poco tiempo de haber empezado con la diabetes, cuando tu cabeza sigue aún peleando contra ese diagnóstico y rechaza y se rebela contra algo que no termina de aceptar. Aún siendo una frase injustificada, la sientes como una verdad inmutable y merecedora del máximo de los respetos. Que nadie lo sepa. ¿Por qué? sencillamente, porque te sientes diferente y consideras que cualquier actividad cotidiana no podrás llevarla a cabo con normalidad. Y eso te produce rebeldía, rechazo a algo que se te ha impuesto sin entender porqué. Un rechazo que en algunas personas dura más tiempo del recomendable. En mi caso, evitaba que nadie supiera mi dulce secreto. Y fue en esa etapa en la que me sucedió una de mis situaciones curiosas, que hoy os contaré en mi segundo capítulo de «Anécdotas de la diabetes».

Durante esa primera etapa de encaje psicológico y aceptación de la realidad, mi estrategia consistía básicamente en ocultar «momentos diabéticos». Una especie de variante diabética del llamado «miedo escénico» me obligaba a invisibilizar todas aquellas situaciones que no haría ninguna otra persona que me rodeara y que yo consideraba «normal». En resumen, mi obsesión era que nadie viera en mi algo diferente. Y si hay algo que nos diferencia (y hablo ahora sobre todo de los tipo 1) son sin duda las inyecciones de insulina. Ese momento tan particular y fuera de toda normalidad era entonces el paradigma de la privacidad. Un momento que debía ser mío y absolutamente personal lejos de los focos de las cámaras. Porque algo que siempre piensas cuando empiezas con esto es que todos te miran. Yo tenía la intensa sensación de que cuando me estaba midiendo la glucemia bajo la mesa en un restaurante, el mundo se detenía para mirarme. Un momento que odiaba especialmente y que me generaba una amplia inquietud (y rechazo).

¡Rápido, rápido!

Por tanto, en esta etapa inicial, ponerse la insulina en público era para mi un auténtico acto de exhibicionismo, una grosería imperdonable y un acto limitante que me marcaba como persona especial. Con el paso del tiempo, el encaje psicológico de la situación y una forma diferente de ver las cosas fueron normalizando mi actitud en este terreno, y aunque nunca he sido partidario de pincharme abiertamente en público (y cuando digo «en público» me refiero a la vista de todos), llegó un momento en el que acepté que si debía hacerlo por alguna circunstancia, lo haría. Y ese día llegó. No recuerdo cuándo. Ni dónde. Ni con quién me encontraba. Pero recuerdo que era una comida en un restaurante. Y -por la razón que sea, que tampoco recuerdo- decidí que no procedía irse al baño a ponerse la insulina y que tendría que hacerlo allí mismo, en medio de todos. Una vez decidido ese hito que marcaría el final de una etapa, mi segundo pensamiento fue: «cuanto antes, mejor». La velocidad en todo el proceso debía ser máxima; fulgurante, casi como un rayo. Lo que se dice un visto y no visto. En buena lógica, pensé: «cuanto menos tarde en pincharme, menos gente podrá verme». Esta era por tanto la premisa para este momento antológico que iba a marcar el final de una etapa y que supondría romper con lo que ya se había convertido casi en una manía personal.

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EL DESCANSO VACACIONAL
Muchos de vosotros ya estaréis de vacaciones. Y los que no lo están, lo estarán en unos días. Yo pertenezco al segundo grupo. Y con este post de hoy (intencionadamente «ligero», dadas las fechas) damos carpetazo a este curso 2015-2016. Aunque la sección de noticias breves seguirá aún publicando publicando post breves hasta el mes de agosto. ¡Disfrutad de las vacaciones!

El momento oportuno

La siguiente fase era entonces crucial: elegir el momento oportuno. El que me permitiera ser más discreto. Ahí comenzaron unos minutos en los que activé mi «modo buho» y empecé a escudriñar la estancia con miradas largas y cadenciosas. Mientras preparaba bajo la mesa y sin mirar la pluma de insulina para la inyección, mi cabeza estaba ya alerta. Ojos bien abiertos, pupilas dilatadas fruto de la adenalina y una cabeza que giraba hacia un lado y otro con un movimiento suave e ininterrumpido, el mismo que hace la antena de radar de un barco o un aeródromo. Recuerdo que durante varios minutos era incapaz de procesar ninguna otra información. Estaba tan pendiente de chequearlo todo y elegir el momento más discreto que ningún otro estímulo podía ser procesado. Mis compañeros de mesa debían de estar hablando, pero yo no podía siquiera escucharles. Me encontraba atento a este crucial instante, de cuya elección podría suponer un éxito rotundo o el fracaso más absoluto. Nadie podía verme. «¡Un camarero acaba de entrar! ¡Espera!», me decía a mi mismo como un estúpido intentando controlarlo todo. Porque mi brazo estaba listo, con la pluma en posición y oculta bajo la mesa. Tan sólo sería necesario un preciso y fugaz movimiento hacia arriba como un resorte y la inyección tendría lugar en el brazo opuesto. «Quizá ahora… no, está mirando esa señora. ¿Por qué me mirará? ¿Sabrá que tengo diabetes?» (otra cosa que me obsesionaba: estaba convencido de que mi diabetes se me notaba en la cara, no me preguntéis cómo ni porqué). Los minutos pasaban y empezaba a impacientarme. El brazo se me estaba empezando a dormir fruto de la tensión y mi cabeza comenzaba a mostrar avisos de falta de concentración, incapaz de controlar todo lo que sucedía en aquel restaurante.

¿Quién se está fijando en mi? ¿Sabrán que tengo diabetes?
Siempre sospechando de que observaban en mi algo diferente. Una sensación habitual en aquella primera etapa con la diabetes. (Imagen: Matt Groening / FOX).

Tres, dos, uno… ¡ahora!

Consciente de que mi nivel de alerta estaba empezando a disminuir, entendí que no podía controlarlo todo y me centré únicamente en lo que sucedía en mi campo de visión, ya que hasta entonces incluso me había estado girando para controlar mi retaguardia, algo absolutamente enfermizo y que me estaba convirtiendo probablemente en todo un sospechoso a efectos policiales. «Veamos… señora fisgona: comiendo… señor de los ojos grandes que antes me miraba: ya no me mira… camarero con cara de buitre que va de un lado para otro: acaba de hacer su cambio de turno… cámara de circuito cerrado de televisión del restaurante: enfocando al lado contrario… Creo que es el momento. ¡Allá voy!». Mi brazo izquierdo (listo y posicionado con la pluma cargada desde hacía ya una eternidad) subió como un rayo en dirección al brazo derecho. Mi corazón en taquicardia. Mi respiración acelerada. Uno de esos momentos que en términos cinematográficos se resuelve siempre con una efectista cámara lenta: el brazo sube… plano de mi cara… un primer plano de un cubierto que cae… plano general del restaurante… Un instante que dura un único segundo pero que podrías describir utilizando trescientos. Recuerdo aquel instante. Recuerdo aquel momento elegido para ponerme la insulina. Recuerdo cuando mi brazo subió veloz hacia su posición. Y recuerdo el final, con ausencia de algo fundamental: precisión. Fruto de los nervios y la velocidad, la dosis no fue a mi brazo, sino a uno de los brazos de la silla en la que estaba sentado, la cual recibió 9 unidades de insulina regular.

Con la aguja destrozada y totalmente desconcertado, bajé rápido mi brazo a la posición inicial, escondiendo la pluma, con una aguja que había quedado como un sacacorchos. Como en las mejores pelis de submarinos, pensé: «-¡Evaluación de daños! -¡Señor, las sentinas están inundadas y la turbina 4 no funciona!». Mi deteriorada cabeza ya no alcanza a recordar con detalle cómo fueron los minutos posteriores a aquel decepcionante episodio. Lo que sí sé es que jamás volvió a pasarme nada igual. Aunque a día de hoy sigo sin ser partidario de pincharme en público de manera ostentosa, han sido numerosas las ocasiones en las que lo he hecho ante el total desconocimiento de quienes me rodeaban. Y sin provocar ninguna hipoglucemia al mobiliario ni a ningún otro ser, ya sea vivo o inerte.

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Las anécdotas de los comienzos

Hoy recuerdo aquel episodio casi con nostalgia. Porque los inicios con la diabetes están llenos de momentos. Y para mi aquel fue en verdad un momento especial por la trascendencia que tenía. Parafraseando al más famoso astronauta de la historia, aquel fue un pequeño paso para en el aprendizaje de la diabetes y un gran paso para la aceptación, el encaje y la normalización de la enfermedad en mi día a día. Quizá por eso recuerdo con detalle algo tan aparentemente estúpido e instrascendente (para alguien sin diabetes) como mi primer pinchazo en público. Una dosis que se llevó de manera involuntaria una inocente silla y que dejó claro que algunas cosas hay que normalizarlas, simplemente haciéndolas con naturalidad.