Confesiones (relato)

Enamorarse es increíble, estupendo, maravilloso. Pero no siempre es algo mutuo. A veces, se puede estar enamorado de alguien y no ser correspondido. Y en ese caso, no tienes más remedio que usar el método clásico de la declaración; hacerle saber al otro lo que sientes, y cruzar los dedos para que surta efecto. Y ese es un trance por el que hay que pasar. La declaración. Un momento violento que puede finalizar de la manera menos esperada. Pero no siempre hay que pasar por ese trago. A veces, puedes aprovecharte de otros para declarar tu amor. Y la historia que os voy a contar -absolutamente verídica, como todos los cuentos- trata sobre eso: no siempre la declaración de amor debe hacerse a la persona amada…

Érase una vez un chico llamado Alberto. Una persona inteligente, pero reservada; amable, pero solitaria; vital, pero independiente. Siempre acompañado de Xak, su perro. Un bonito golden retriever de color caramelo y vitalidad inacabable. Alberto era persona de rutinas, y era fácil verle en el mismo sitio a la misma hora en distintas ocasiones. Y aunque parezca que no, mucha gente es así. Porque ese mismo día a esa misma hora te encuentras repetidamente a esas mismas personas, que sólo pueden estar allí porque, sencillamente, son como tú. Lo cual hace que sientas cierta simpatía por ellas de una manera inevitable.

En una de esas situaciones llamémosle de coincidencia repetida, Alberto se encontraba a diario con una chica que le tenía completamente loco. El paso del tiempo y los continuos encuentros casuales en aquella panadería habían propiciado un contacto in crescendo. Del escueto levantamiento de cejas, pasando por el siempre correcto «buenos días», hasta llegar a frases tan atrevidas como «siempre coincidimos por la mañana. ¿Trabajas de tarde?», Alberto había ido poco a poco adquiriendo un poquito más de confianza en su siempre complicado proceso de aproximación al sexo opuesto, una tarea que se le daba infinitamente peor que el cálculo de estructuras, en lo que era un auténtico experto. Aún así, aquella chica de la panadería se fue convirtiendo en una persona de la que cada día que pasaba quería saber más, pues lo que iba conociendo en forma de pequeñas píldoras le gustaba mucho. Tanto que comenzó por saber su nombre (Silvia) y siguió hasta convertirse en su obsesión. Obsesión sana, claro está. Pero al fin y al cabo una obsesión, un deseo, un convencimiento de que aquella chica era la persona adecuada. En conclusión, que se enamoró locamente de ella. Y cada día, antes de volverla a ver, ensayaba ante el espejo de casa distintas frases y posibles conversaciones para continuar avanzando un poquito más en aquel tortuoso pero apasionante proceso de cortejo, que para él se convirtió en su mayor deseo y en la razón por la que seguir levantándose cada mañana con una sonrisa en el rostro. Xak, su compañero inseparable, se había acostumbrado a escuchar los largos monólogos que Alberto le decía en voz alta, contándole todo lo que amaba a aquella chica y porqué Silvia era el amor de su vida. Y los perros -quienes tienen uno sabrán- son perfectos oyentes, e incluso atienden con aparente interés lo que su amo les dice, en un tradicional gesto de girar levemente la cabeza hacia un lado, lo cual indica que lo que escuchan, sin duda les está interesando.

Pasaron las semanas. Pasaron los meses. Alberto hablaba con su amor secreto cada día tres breves minutos en la cola de la panadería y tres largas horas solo en su casa, ante la atenta mirada de Xak, que estaba ya acostumbrado a los monólogos de Alberto sobre su amor, los cuales siempre terminaban con un suspiro y la frase «ay, Xak. Si tú pudieras hablar…».

golden retriever confesiones

Una mañana, Alberto se levantó para desayunar, y Xak había desaparecido. Lo buscó por todas partes, pero en casa no estaba. No entendía cómo, pero el perro se había escapado. Alberto se vistió a toda prisa y salió en su busca, sin saber muy bien dónde ni cómo buscarle. «¿Has visto a mi perro?» preguntaba desesperado a los vecinos en las escaleras. «¿Has visto a un golden retriever corriendo solo por el barrio?» preguntaba a las personas que se iba encontrando en las inmediaciones de su casa. Aquel fue un mal día para Alberto. A última hora de la tarde, junto con la luz que se iba poco a poco, también lo hacía su esperanza. Triste, abatido y desolado por haber perdido a su gran compañero, regresó solo a casa por primera vez en años.

Pero la vida sigue, y al día siguiente, uno no tiene más remedio que volver a su rutina. Y Alberto se dirigió, como todos los días, a su momento más feliz, aunque hoy no estuviera en perfectas facultades y su ánimo no fuera el de siempre. Al entrar en la panadería empujó la puerta, hizo sonar la campana, levantó la vista y allí estaba ella, como siempre, pero acompañada de Xak. Ambos se giraron para ver a Alberto, Silvia soltó sus bolsas de la compra y corrió hacia él, fundiéndose ambos en un eterno abrazo. Pasados unos instantes en los que el tiempo pareció detenerse, ella le miró fijamente y le besó. Alberto no pudo explicar qué estaba pasando, y sólo quiso disfrutar de aquel momento tantas veces soñado. Llorando, Silvia le agradeció todas las cosas bonitas que le había dicho en esos meses pasados. «¿Yo? si no te he dicho nada», contestó ruborizado Alberto como si supiera de repente que alguien le hubiera grabado con cámara oculta sus largos monólogos ante Xak. «Nadie me había dicho lo que me has dicho tú», prosiguió ella. Y le explicó cómo Xak fue aquella mañana a su casa y con voz grave y perfecta pronunciación, le contó cómo el deseo de Alberto de que Xak pudiera hablar se había convertido en realidad, ante lo cual el perro aprovechó para ir a casa de Silvia y contarle todo lo que había escuchado de boca de su dueño durante esos meses. «Nunca imaginé que alguien podía sentir tanto amor. Soy la mujer más afortunada del mundo», concluyó ella, mientras Alberto seguía abrazándola sin percartarse de que tenía el primer perro hablador de la historia. Más concretamente, el primer perro hablador, chivato y celestino de la historia.

Pasó el tiempo, y los tres vivieron felices en una nueva casa que compraron en el campo, lejos de la gente, donde nadie pudiera ver (ni oir) a Alberto charlar con Xak de la última película de Woody Allen. Ni a los tres riendo y contando chistes en aquellas largas cenas en el jardín. Ni esas bromas en las que Xak era convencido para pedir una pizza y siempre la pedía de hueso…

Y esta es la curiosa historia de Xak, el perro que dijo las cosas más bonitas que un perro ha dicho nunca a un humano.

Oscar López de Briñas Ortega
@oscarbrinas
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